Los libros y la vida diaria

librosHace algunos años y antes que definiera mi profesión bibliotecológica, me topé con la lectura “Los libros y la vida diaria” del narrador y editor mexicano Rafael Pérez Gay. Tengo muy claro cómo llegó hasta mi esa fotocopia, aunque no estoy segura del origen del escrito, por lo que no les puedo dar más datos. En su momento me impactó la manera en la que Pérez Gay habló de su cotidianidad entre libros y ahora, a la distancia vuelvo a esta lectura intentando quizá hacer una similitud de mi cotidianeidad libraria. Por tal motivo no puedo dejar pasar la oportunidad de compartirles un extracto, espero lo disfruten tanto como yo.

LOS LIBROS Y LA VIDA DIARIA

De los libros, esas extensiones de la memoria y la imaginación, como los definió Borges, desprendo historias que no puedo separar de la vida diaria.

Si esto fuera un relato, tendría que empezar por el tiempo en que llevé conmigo uno o varios libros que nunca leí, por el simple gusto de cargarlos, como si el contenido me fuera transmitido por absorción natural o por una ósmosis literaria intempestiva y feliz. Por desgracia ninguno de estos libros que llevé bajo el brazo me fue transmitido por medio de la magia de una operación biológica, pero me acostumbré a ellos y empezaron a formar parte de mi vida, de la misma forma en que se enquista una voluntad secreta o un anhelo indomable del alma.

Por culpa de los libros hice cosas inenarrables, como por ejemplo robar, enamorarme, reprobar siete materias seguidas en la universidad, llegar tarde a todos lados, sentirme personaje de alguna historia caída de un libro a la vida real y hasta encontrar trabajos que se tratan precisamente de eso, de hacer libros de otros, es decir, editar…

…Cuento todo esto porque en el centro de esos días brillantes de los veintitantos estaban también los libros. Como les será fácil suponer ninguno obtuvo el grado de licenciado en Letras. Después de mucho tiempo he fabricado una versión para esos años de desventura académica: ingresamos a una carrera de letras en donde, se supone, los libros son centrales y, tiempo después descubrimos que no lo eran tanto; se trataba de otra cosa que tenía que ver con créditos, fechas, análisis, pero no con los libros, los libros estaban en otra parte. Y fuimos a buscarlos.

Los libros estaban en la cama, por ejemplo. Siempre que pienso en una cama pienso en mujeres y en libros. Por esta simple razón descubrí que los libros están mucho más cerca de las camas que de las univeridades. Esto lo supe con certidumbre porque leí hasta el cansancio Los gatos lo sabrán, el hermoso poema de Pavese que no quise o no pude entenderle a Anunziatta. Tiempo después llegué incluso a leer a Ronsard, el francés del siglo XVI que Montaigne disfrazado de la arrogancia del Profesor Cheymol nos impuso como un dolor o un padecimiento ineluctable. También me acerqué a Roland Barthes y, en especial a su ensayo Racine, que años atrás tampoco pude o supe leer.

También los baños están más cerca de los libros que las universidades. Leí novelas por entregas en el baño. Una entrega cada vez. Este vicio reprochable lo adquirí a temprana edad y como todo lo que se aprende de muy joven, no me ha abandonado. Hoy no concibo una entrada al baño sin un libro. Esta operación tiene para mi una magia especial: sale uno más ligero, pero a la vez, más nutrido por el pasaje que hemos leído. En el baño leí un poema de Gustavo Cobo Borda que me parece un gran homenaje a los libros. El poema dice así:

Mientras mis amigos, honestos a más no poder,
derribaban dictaduras,
organizaban revoluciones
y pasaban, el cuerpo destrozado,
a formar parte de la banal historia latinoamericana
yo leía malos libros.
Mientras mis amigas, las más bellas
se evaporaban delante de quien,
indeciso, apenas si alcanzaba
a decirles la mucha falta que hacen,
yo continuaba leyendo malos libros.
Ahora lo comprendo:
en aquellos malos libros
había amores más locos, guerras más justas,
todo aquello que algún día
habrá de redimir tantas causas vacías.

Deja un Comentario